sábado, 17 de abril de 2010

La señora Teresa, de Aguilar de Montuenga

En mayo del pasado año de 2009, conocí por fin a la señora Teresa Santamaría. Mi amigo Santiago Álvarez, de Judes, me había hablado de ella, de su tienda, de sus pollos de corral y de sus huevos fritos con patatas, pero sobre todo de ella. Un día fuimos a su casa mi hija Leonor, Iván Aparicio y yo, y comimos en su mesa, con su hijo y su nuera.Ese día constaté, de nuevo, la situación en precario de los pequeños establecimientos rurales, unos lugares que habían mantenido, durante años, la voluntad de servicio permanente al vecino, como los médicos, atendiéndoles a cualquier hora del día y aún de la noche, en sus necesidades más elementales.Después llegaron las grandes superficies y los vehículos para desplazarse a ellas, y los habitantes que todavía resistían en el mundo rural, se desplazaban a ellas sin tener en cuenta ese servicio prestado durante décadas y sin percatarse de que el día que les faltara la sal, un pimiento, una botella de vino, o un paquete de tabaco, la tienda de siempre ya no estaría para suministrárselo a cualquier hora.Porque estas tiendas, además de coloniales o ultramarinos (preciosas palabras), vendían también tabaco, servían un chato de vino en el mostrador y, si era necesario para cualquier forastero, freía unos huevos con chorizo a fin de aliviar la necesidad.A las grandes superficies se añadió la presión fiscal y sanitaria, propia de una provincia con nueve habitantes por kilómetro cuadrado, abundante de funcionarios. Y una buena colección de casas rurales, cuya ruralidad a veces es necesario poner en cuarentena, que tal vez, y digo tal vez porque desconozco los datos, se llevan parte de las subvenciones destinadas al mundo rural.Estas reflexiones, y otras, se las hice al presidente de la Junta de Castilla y León, don Juan Vicente Herrera, en una carta remitida con fecha 12 de mayo de 2009. Le escribía también que las personas que nos visitan buscan lo auténtico, y estos pequeños comercios-bares-estancos, son los que, después de los trajineros, han compuesto el entramado comercial soriano. Por eso le sugería al presidente, que la mejor manera de apoyarles para que no desaparecieran, era dejarlos exentos de impuestos. Rápidamente me respondieron, primero acusando recibo desde la Dirección del Gabinete de Presidencia, y después desde la Dirección General de Comercio. Parece ser que el artículo 31 de nuestra Constitución impide la exención de impuestos. No obstante la Junta, dicen, “está promoviendo programas de comercio rural que incentiven el mantenimiento de los comercios ya existentes”. Si tardan un poco, ya no quedará ninguno.El caso es que la señora Teresa Santamaría ya no vive para verlo. Nada hacía presagiar, pese a estar en la ochentena, que nos dejaría para siempre. Pero una mañana, sería por Navidad, Santiago me telefoneó para decirme que estaba ingresada en Zaragoza, y unos días después murió.Con ella, como con todos nuestros ancianos, se pierde una parte de la Historia de Soria, y lo que es peor, puesto que todos nos iremos, es que no hay recambio. Se marcharon, a lo largo del siglo XX, los habitantes de los pueblos, a vivir otras vidas, y vuelven de tarde en tarde, cuando los hijos, integrados ya en otras sociedades, les traen. Se marcharon huyendo de la incuria, de los caciques, del abandono, buscando un mundo mejor para sus, en algunos casos, numerosa descendencia.Estoy segura de que la señora Teresa habrá legado a sus hijos los secretos del buen hacer, de la hospitalidad y de la honradez, y también de las migas, de los guisos, de la forma de freír los huevos y aliñar las patatas. Deseo que la casa de la señora Teresa siga abierta para todo el que llegue a ella, y la recuerden entre fogones, entre ollas de adobos y masa de rosquillos, pero, sobre todo, sientan su sonrisa y simpatía, como nosotros la sentimos en su día.